Máxima Zorreguieta, nacida en Buenos Aires, se convierte el martes en la nueva reina de Holanda. Este es su cuento de hadas que, como todos, tiene su lado oscuro.
En 1978 una niña regordeta de 7 años con una bandera argentina gritaba en medio del bullicio general: “¡El que no salte es un holandés!”.
Ese 25 de junio, Argentina derrotó a la naranja mecánica en el Mundial de Fútbol. Paradójicamente, 35 años después, esa pequeña se convirtió en Máxima de Holanda, la primera latinoamericana en llegar al más alto escalón de la realeza europea.
Esta anécdota aparece en una biografía no oficial de la princesa de la Casa de Orange-Nassau. El 30 de abril “la holandesa nacida en Argentina”, como ella misma se define, obtendrá el título de reina consorte, pues su esposo, Guillermo Alejandro, recibirá el trono de su madre Beatriz, quien abdicó hace pocos meses.
Máxima Zorreguieta no tuvo una infancia de princesa ni una llena de hollín como la Cenicienta. Viene de una familia de clase media con aspiraciones. Sus padres enviaron a sus hijos a los colegios más caros, aunque no pudieran pagar el comedor escolar y, de hecho, todavía viven en un apartamento de 120 metros cuadrados en Barrio Norte, Buenos Aires.
La niña no terminó la primaria con las mejores notas. Durante la secundaria le gustaba fumar y se peleaba con su mamá como la mayoría de las adolescentes. En sus estudios de Economía en la Universidad Católica pocas veces sacó un diez, y terminó la carrera de noche pues ya había empezado a trabajar. Pero más adelante, su brillante desempeño profesional la condujo a un destino inesperado.
A sus 7 años, Máxima no sabía que a pocos metros del estadio donde se jugó la final del Mundial, en plena dictadura militar, se escuchaban los gritos de los torturados en el sótano de la Escuela Mecánica de la Armada (Esma). Tampoco entendía por qué sus padres la dejaron de mandar al colegio en el bus escolar para enviarla en el Ford Falcon verde oficial con chofer.
Su papá, Jorge Zorreguieta, trabajaba como funcionario del gobierno de facto y temía que su pequeña corriera la misma suerte de la hija del almirante Armando Lambruschini, quien murió en un atentado cerca de su casa. Los Falcon verdes causaban terror porque eran utilizados por los cuerpos de seguridad del régimen para secuestrar personas.
Jorge conoció a María del Carmen Cerruti, la madre de su alteza real, en Pergamino, un pueblo cercano a Buenos Aires. Aunque él ya estaba casado y tenía tres hijas, se fueron a vivir juntos. Máxima nació en 1971 y cuatro años después, su padre fue nombrado secretario de la Sociedad Rural, la cual organizó varios paros agrarios contra el gobierno de María Estela Martínez de Perón antes del golpe de Estado de 1976. Zorreguieta logró ascender hasta que en 1979 se convirtió en ministro de Agricultura.
Cuando el romance entre Máxima y Guillermo salió a la luz, Jorge llamó a su hija y le pidió perdón: “No estaba informado sobre las violaciones a los derechos humanos”, le dijo. El historiador Michel Baud, quien recibió del gobierno holandés el encargo de redactar un informe sobre el padre de la novia antes de aprobar el matrimonio, concluyó que quedaba “descartado que Zorreguieta hubiera participado personalmente en la represión”. Sin embargo, añadió que era “impensable que no supiera nada sobre esas prácticas”.
En 1996, con el título de economista en el bolsillo, Máxima se fue a probar suerte en Nueva York, y las cosas le salieron mejor de lo que nunca hubiera imaginado. Empezó a trabajar en el banco HSBC, de donde pasó a un conocido fondo de inversión y después al Deutsche Bank. Fue una carrera fulgurante pero corta, pues en 1999 una amiga le presentó a Guillermo. Máxima, que vivía con su novio de entonces, sucumbió al encanto del príncipe.
Guillermo no se preocupó demasiado por los antecedentes de su futuro suegro. Cuando los periodistas le preguntaron si habían hablado sobre su papel en la dictadura, contestó: “Él me dijo que se había enterado de tres desaparecidos que después regresaron. ¿Cómo iba a saber él que otra gente jamás volvería”.
El Parlamento aprobó la boda a condición de que Jorge Zorreguieta no participara. El 2 de febrero de 2002, Máxima lloró en la ceremonia al escuchar Adiós Nonino, el tango de Astor Piazzolla, que sonó en honor a su papá ausente.
Después vinieron sus tres hijas –Catalina Amelia, Alejandra y Ariadna– y sus tareas como princesa, por las que cobró en 2008 un salario anual de 890.000 euros, ya que Máxima tuvo que firmar un acuerdo prenupcial de separación de bienes.
Ahora como representante de la casa de Orange, se ha empeñado en borrar las manchas negras de su familia y en darle una imagen más jovial a la monarquía, lo que le ganó el corazón de los holandeses.
La princesa recibió a Estela de Carlotto, presidenta de las Abuelas de la Plaza de Mayo, que buscan a sus hijos desaparecidos durante la dictadura; dirige una comisión para la participación de las mujeres de minorías étnicas; es asesora del secretario general de las Naciones Unidas en los temas de Finanzas Inclusivas para el Desarrollo; y encabeza una asociación de lucha contra la pobreza y otra para ayudar a los jóvenes con problemas de aprendizaje.
No todo ha sido un idilio con el pueblo. Hace pocos años provocó muchas críticas cuando dijo que “el ser holandés no existe”, al referirse a la multiplicidad de nacionalidades que viven en el país. En plena crisis mundial, la pareja real también tuvo que suspender la compra de una casa de verano en Mozambique mediante una cuenta en un paraíso fiscal, pero luego adquirió una mansión en una isla griega por 4,5 millones de euros, y una estancia en la Patagonia por 1 millón.
Jorge Zorreguieta, de 85 años, fue fotografiado hace poco tomando el colectivo, pero a pesar de sus intenciones de parecer más popular, este martes, cuando su hija se convierta en reina, seguirá proyectando la sombra de su pasado sobre ese cuento de hadas del siglo XXI.