A todos nos gusta sentarnos alrededor de una mesa con nuestra pareja, nuestros amigos o nuestra familia.
Como profesional y amante de la gastronomía sería absurdo que no disfrutara de compartir una velada frente a un buen plato de comida. Y entiendo la importancia de las comidas familiares para el bienestar de todos sus miembros, especialmente de los niños.
Pero ¿es imprescindible hacerlo todos los días?
Estoy cansado de que me hagan sentir culpable por no sentarme a compartir la comida cada noche.
Los artículos de periódico nos agobian constantemente, los psicólogos nos apuntan con el dedo, nos hacen sentir que hemos fallado como un núcleo familiar si no logramos hacerlo.
Una investigación publicada por la revista Américan journal Pediatricsindica que en las familias que comen juntas, los niños tienen 35% menos de posibilidades de desarrollar trastornos alimentarios. También son 24% más propensos a comer sano y tienen 12% menos de posibilidades de ser obesos.
Pero otro estudio de la Universidad de Cornell, en Estados Unidos, apunta que "las comidas familiares deberían ser una parte de una gama de rutinas y rituales familiares que reflejen las creencias y prioridades en la crianza".
En otras palabras, el tipo de familias que comen juntas son también las que disfrutan de realizar otras actividades juntos. Eso es lo que les lleva al éxito.
Así que no se torture. Hay otras maneras de ser un buen padre y potenciar una relación constructiva.
No es terrible
Para algunos de nosotros, sentarnos alrededor de la mesa con nuestra familia es, sencillamente, imposible.
Si uno trabaja en turnos o viaja a menudo, no tiene la opción de sentarse a cenar con sus niños día a día. No es nuestra culpa, y no deberíamos sentirnos culpables.
Pondré como ejemplo mi propia crianza. Nací en los años 70 y crecí en los 80. Mis dos padres tenían trabajos de tiempo completo.
A veces trabajaban hasta tarde. Otras, mi papá se iba a jugar al squash y se tomaba una cerveza al terminar o mi mamá iba al gimnasio. Por eso durante la semana nos cuidaba sólo uno de los dos: o mamá o papá. Era raro que nos juntáramos a cenar todos por la noche.
¿Quiere esto decir que tuve una infancia peor que el resto? ¡De ningún modo!
De hecho me beneficié en otros aspectos. Constantemente había algo de comer en casa. Mamá siempre cocinaba una tarta o cualquier otra cosa deliciosa que pudiéramos calentar al regresar de la escuela.
Como consecuencia, mi hermano y yo aprendimos a ser independientes.
Además esto daba a nuestros padres tiempo para sí mismos y la posibilidad de escaparse de las riñas de dos hermanos peleones.
Objetivo: una comida semanal
Los sábados, mi hermano y yo jugábamos al fútbol con el equipo del pueblo y yo competía en motocross en un club local (recuerde que eran los años 80).
Tan pronto regresábamos a casa volvíamos a salir a la calle a buscar a nuestros amigos y estar con ellos hasta que se hacía de noche. Ya tarde, nos comíamos cualquier cosa que cayera en nuestras manos y no lo formalizábamos necesariamente como una comida.
La única regla que mi mamá y mi papá establecieron fue que cada domingo todos nos sentábamos alrededor de la mesa para una almuerzo familiar en su sentido más tradicional.
Era un látigo de tres fustas: no había escapatoria. Mi hermano y yo intentábamos estirar al máximo la hora a la que había que volver a casa…y papá nos amenazaba: "si no han llegado a las 4, botaremos su comida a la basura".
Por eso pedaleábamos lo más rápido que podíamos en el camino de vuelta para llegar y darnos cuenta de que, una vez más, faltaba una hora para que la comida estuviera lista.
Pero el truco de mi padre funcionaba y siempre llegábamos a casa a tiempo para poner la mesa y participar en la preparación de nuestra comida familiar.
Tanto si el menú era una carne al horno o alguna nueva receta proporcionada por la famosa cocinera de la tele británica Delia Smith, los domingos siempre se convertían en una ocasión especial.
No todo es comer
Aunque nuestra comida familiar no sucedía todos los días, podíamos confiar en un ritual invariable, tan importante para mí como otras actividades que formaban parte de las noches de mi infancia.
Para mis padres era tam especial vernos a mi hermano y a mi correr por el del jardín como sentados a la mesa.
Esa es la clave. Pasar tiempo juntos, no necesariamente pasar tiempo comiendo juntos. Jugar, hacer ejercicio, entretenerse con juegos de mesa... todos cuentan de igual manera.
Incluso jugar videojuegos puede ser bueno. (Si, videojuegos. Por favor no lo descarten. No es todo matar zombis, muchos de esos juegos son rompecabezas o retos en los que hay que resolver complejos problemas).
Todos ellos pueden crear lazos familiares, y al mismo tiempo son compatibles con los ritmos de vida de cada uno.
No se es mala persona sólo por no poder sentars con la familia cada noche. Compartir una chocolatina delante de la televisión de vez en cuando no es el fin del mundo.
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